BORDAR Y SALUD MENTAL
- CASA TALLER ESPACIO ARTESANAL
- 7 nov 2023
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 26 jun
BORDAR COMO UNA HERRAMIENTA PREVENTIVA Y COMPLEMENTARIA PARA LA SALUD MENTAL ©
Cristina Oviedo Mejía
Autora del libro Bordar: Una herramienta preventiva y complementaria para la salud mental.

Bordar es un fascinante entramado de significados y posibilidades. Para muchas personas, representa un espacio para la socialización, el aprendizaje, la introspección, la expresión, el autocuidado y el cuidado colectivo. Se trata de una práctica corporal y simbólica que habilita otras formas de estar en el mundo, menos urgentes, más circulares. En ese sentido, bordar puede generar efectos profundos sobre el bienestar subjetivo, psicosocial y vincular; pero su potencia no depende de ser nombrada desde el lenguaje clínico para adquirir valor.
Es importante detenerse a revisar las distintas formas de nombrar que circulan en torno al bordado, ya que no todas son equivalentes ni neutrales. Expresiones como “el bordado está clasificado como terapia” o “el bordado es terapia” no solo difieren en su formulación, sino que también implican modos de nombrar que configuran sentidos distintos, con efectos concretos en la manera en que esta práctica se comprende, se valida y se utiliza.
Por una parte, afirmar que una práctica está formalmente reconocida como psicoterapia implica asumir criterios metodológicos, técnicos, éticos e incluso legales. Esta clasificación responde a lógicas institucionales que definen marcos de formación, regulación y responsabilidad profesional.
Por otra parte, la expresión “es una terapia” —que últimamente tiende a aplicarse a casi cualquier experiencia placentera o subjetivamente positiva— suele emplearse desde lo coloquial. Si bien la vivencia puede ser profundamente legítima y emocionalmente significativa para quien la enuncia, no toda experiencia transformadora necesita ocupar el lugar de la terapia para tener valor. Inscribir todo lo que repara, acompaña o moviliza en el lenguaje clínico puede reducir la diversidad de formas de cuidado y desdibujar la especificidad de prácticas que no nacen ni se sostienen desde ese encuadre.
En esa tendencia, a veces se pierde la posibilidad de nombrar otras formas de cuidado, acompañamiento o creación de sentido desde lenguajes propios, no subordinados al campo clínico. El riesgo no está en la experiencia en sí, sino en que al intentar validarla bajo marcos que diluyan su especificidad, su potencia relacional, su raíz comunitaria y la dignidad propia de la experiencia no-clínica.
Nombrar como terapia una práctica que no se ha gestado dentro del campo clínico puede responder —muchas veces de forma inconsciente— a una necesidad de validación frente a sistemas que han jerarquizado históricamente los saberes. Sin embargo, ese gesto termina reforzando aquello que muchas de estas prácticas buscan cuestionar: un modelo biomédico que fragmenta la salud, individualiza el sufrimiento y patologiza el malestar, negando la complejidad de los territorios, los vínculos y los cuerpos que habitan otras formas de significar.
Tal como han señalado autoras como María Lugones (2008) y Rita Segato (2013), el saber hegemónico se ha construido sobre una matriz colonial que separa, jerarquiza y universaliza.
Nombrar como “terapia” todo aquello que es significativo, afectivo o transformador no sólo es reductivo, sino que reproduce una lógica que deslegitima lo que no entra en el lenguaje médico o psicológico. Así, se niega que prácticas como bordar tengan sentido por sí mismas, desde su propia dinámica.
La terapia, entendida en su sentido clínico, tiene raíces en el ámbito médico y ha estado históricamente ligada al tratamiento de enfermedades. Implica procesos sistemáticos y estructurados, con criterios y dispositivos específicos. Pero incluso dentro del campo profesional, como advierte Mary Watkins (2015), los saberes psicológicos pueden operar de forma normativa si no se cuestionan sus propias lógicas, especialmente cuando se exportan como verdades universales sobre el sufrimiento humano.
Hoy asistimos a una época de hipermercantilización del bienestar. El pensamiento positivo, el coaching adaptativo y la autoayuda despolitizada han vaciado de sentido el dolor, reduciéndolo a un problema de actitud, a una falta de voluntad. Esta cultura exige estar bien para rendir y patologiza toda forma de vulnerabilidad. En este marco, muchas prácticas sensibles como bordar han sido absorbidas bajo el rótulo de “terapia”, lo que termina por neutralizar su potencia crítica, comunitaria y situada.
Incluso disciplinas como la arteterapia —reconocidas profesionalmente— no se reducen a hacer arte para sanar como si se tratara de un imperativo. Desde 1940, este campo ha construido un entramado interdisciplinario que articula saberes de la psicología, la pedagogía crítica y las artes visuales (Junge & Asawa, 1994). En este marco, no es la técnica en sí lo que define lo terapéutico, sino el encuadre ético, el acompañamiento responsable y el sostenimiento de un proceso en el tiempo.
Mi propuesta se sitúa fuera de los marcos de la terapia, no por rechazo, negación, desconocimiento, desinterés ni invalidación, sino por una decisión ética, metodológica, epistémica y política. Desde ahí, me posiciono en el campo de la salud mental preventiva y comunitaria, en diálogo con una pedagogía crítica que reconoce el malestar no como falla individual, sino como síntoma de condiciones sociales, culturales y afectivas. En esta apuesta, bordar no es un recurso instrumental, sino una práctica que habilita otras preguntas, activa memorias y construye sentidos.
El acto de bordar, entonces, no busca convertirse en “la nueva terapia” ni ocupar un lugar que no le pertenece. Más bien, propone ensanchar el horizonte de lo pensable en salud mental, desjerarquizar los saberes, reivindicar la sensibilidad como lenguaje legítimo.
Desde una ética relacional, el bordado se ofrece como una posibilidad de habitar el malestar sin nombrarlo como falla, sin apresurarse a resolverlo, sin convertirlo en mercancía emocional.
Bordar es legítimo en sí mismo, porque permite reimaginar lo que puede un cuerpo, una palabra, una comunidad, cuando se acompaña con tiempo, escucha y dignidad. No necesita ser nombrada como una técnica clínica para tener valor; necesita ser reconocido como lo que ya es: una práctica histórica, situada, afectiva, creativa, crítica y profundamente humana.
FUENTES:
Oviedo, C. (2024). Bordar para sanar. La práctica de bordar como una pedagogía sanadora. Autores editores.
Oviedo, C. (2025). Bordar. Una herramienta preventiva y complementaria para la Salud Mental . Autores editores.
Junge, M. B., & Asawa, P. P. (1994). A History of Art Therapy in the United States. American Art Therapy Association.
Watkins, M. (2015). Mutual Accompaniment and the Creation of the Commons. Yale University Press.
Puig de la Bellacasa, M. (2017). Matters of Care: Speculative Ethics in More than Human Worlds. University of Minnesota Press.
Freire, P. (1997). Pedagogía de la autonomía. Siglo XXI.
Lugones, M. (2008). Colonialidad y género. Tabula Rasa, (9), 73–101.
Segato, R. (2013). La crítica de la colonialidad en ocho ensayos. Prometeo Libros.
Organismos consultados: Colegio Colombiano de Psicólogos, Federación de Psicólogos de la República Argentina, Conselho Federal de Psicologia (Brasil), Coordinadora de Psicólogos del Uruguay, Colegio de Psicólogas y Psicólogos de Chile, Colegio de Psicólogos Clínicos de Pichincha, Sociedad Paraguaya de Psicología.
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